miércoles, 15 de junio de 2011

El arte contaminado

Publicado en la revista Sala de Espera, junio de 2011.

Una quincena de artistas de cuatro países se reunieron durante tres semanas en el mismo taller de trabajo, con el único fin de intercambiar ideas y conceptos, de “contaminarse” del arte del otro. Luego, las puertas se abrieron y el público llegó con curiosidad y preguntas. Eso fue Cruces, el Taller Internacional de Arte que se realizó en Montevideo y Río Negro durante el mes de mayo.


Cuatro llegaron desde Sudáfrica, otros desde Brasil y Argentina, varios eran artistas locales. En esta primera edición de Cruces se buscó “generar intercambios sur-sur, que contrarresten el desconocimiento que hay en Uruguay sobre arte contemporáneo en África”.

Es que, mientras en todo el mundo los artistas acostumbran a generar espacios de intercambio, en Uruguay aún no se habían dado estas instancias. Ante la necesidad de tender redes, Paula Delgado ideó Cruces, proyecto ganador en Artes Visuales de los Fondos Concursables para la Cultura del MEC el año pasado.

Se dictaron charlas y conferencias, se proyectaron videos y se exhibieron trabajos. A nivel musical, se presentaron Dani Umpi y Adrián Soiza. Se realizaron cinco talleres en la ciudad de Fray Bentos: plástica para niños, dibujo para adultos, intervenciones urbanas, performance y técnica audiovisual. En Montevideo, la exposición fue en el Museo de Arte Precolombino e Indígena (MAPI).

El resultado a la vista


El intercambio conceptual que se dio entre los artistas es, quizá, lo más difícil de percibir para el espectador. Sin embargo, el simple hecho de haber compartido un tiempo y un espacio en sus procesos creativos genera resultados inmediatos: el cuarto piso del MAPI estuvo inundado de obras -la mayoría sin terminar, según los propios autores-, todas distintas en lo que a manifestación artística refiere. Es que uno no terminaba de ver un trabajo en madera cuando ya aparecía otro de fotografía, si es que no se intercalaban y coexistían ambas formas de expresión, lo que parece ajustarse a una nueva tendencia que se está dando en el arte: el intercambiar, el compartir, el mezclar, el animarse a que no todo sea tan rígido e intocable abriéndose a los aportes, cambios y sugerencias de otros colegas.

El proyecto surgió en 2009, cuando Paula Delgado estaba en Sudáfrica haciendo una residencia de arte. “Ahí vi la estructura que tenían: estudios y talleres donde cada uno trabajaba, y había espacios libres donde iban los artistas que invitaban del exterior. Me pareció importante que pasara en Uruguay”.

Para llevarlo adelante, le pidió consejos a su colega sudafricano Pat Mautla. “Me dijo que la mejor manera de empezar es haciendo workshops, un taller internacional, algo más corto en el tiempo, de dos o tres semanas, y con más gente: más intenso”.

Cuando el proyecto fue aprobado por el MEC, Delgado convocó a artistas extranjeros y también a uruguayos, para lograr la tan buscada -contaminación-. “Se trata de que estás haciendo tus trabajos y te permite hacer algo nuevo, o seguir con lo que estás haciendo, pero en ese intercambio, que creo que es súper rico para los artistas”.

Madera, foto, pintura


El cuarto piso del MAPI invita a pasear por un largo corredor. El lugar, aún sucio, da cuenta que todavía se está trabajando. En algunas de las habitaciones hay dibujos en las paredes o elementos que hacen dudar al espectador de si forman parte de la obra -una silla, papeles en el piso-.

En medio del pasillo cuelgan, en línea, unos 20 hombrecitos del tamaño de un dedo meñique. Son negros, tienen los ojos -¿la cara?- vendados con un trozo de tela azul y blanca. A la derecha, los talleres: alguien que hace video al lado de otro que está tallando un pedazo de madera, seguido de un tercero que está pintando un cuadro, acompañado de otro artista, quizá, haciendo una intervención en el espacio.

Pat Mautla tomó como lienzo una pared en desuso; para crear su obra usó pintura y elementos varios, desde una escalera de madera hasta fierros. Thenji Nkosi, también sudafricana, pintó en la pared la Torre de los Homenajes y el Hospital de Clínicas. Una de las uruguayas, Adela Casacuberta, fotografió el reflejo que le daba un espejo al colocarlo en distintas posiciones y frente a diferentes objetos.

En un taller compartido se ven dos espacios diferenciados. A la izquierda, un chanchito de 12 centímetros de largo parado sobre un gran chancho de madera, de un metro de largo, resultado del trabajo de Andrés Santángelo. A la derecha, el escritorio de Franciso Tomsich. “Yo he trabajado en varias ocasiones en este tipo de experiencia de residencia o de talleres abiertos, con artistas de diferentes lugares, y siempre son enriquecedoras porque en determinado momento hay tráficos entre las obras, mezclas, encuentros, y eso es lo que le da la riqueza”. Contó que no hubo ninguna etapa previa a la creación misma. “Se da en la instancia del trabajo, compartiendo un lugar, es ahí que se dan lo que podés encontrar como relaciones, porque todo fue concebido y hecho acá”.

Franciso Tomsich retrató a varios de sus colegas. “Con Adela Casacuberta experimenté con un proyecto que tengo hace mucho, que implica concebir el retrato -en tanto soporte, formato, tamaño, material- como una creación conjunta entre el retratista y el retratado: yo entrevisto a los retratados y buceo en eso, ellos me dan pistas de cómo podría llegar a ser su retrato”. El resultado: en un espejo redondo pintado con acrílico azul aparece el rostro, y “el reflejo es lo importante”, ya que se reproduce en la pared contraria cuando da la luz del sol.

El espacio compartido


El intercambio no sólo se dio a la hora de trabajar y al compartir los talleres, sino también en el concepto de las obras. Por ejemplo, al final del largo corredor del cuarto piso del MAPI, la artista brasileña Iara Freiberg decidió trazar en la pared las líneas que iba dibujando el sol, a través de las ventanas, a las distintas horas del día. “En este espacio todo el día da el sol y, todo el día, el sol está haciendo dibujos. Primero saqué muchísimas fotos y después empecé a hacer marcas, una acá, una más abajo, una más estirada, y empezó a parecerme increíble”, contó la artista. “Cuando lo dibujé, vi que re-encajaba otro dibujo e hice cuatro o cinco momentos del sol. Eso se transformó en un dibujo que es abstracto, algo que no hago, en general. Tengo un trabajo que es abstracto porque no es figurativo, no es narrativo”, explicó. “Cuando yo miro esto, veo el sol caminando”.

Cuando Iara Freiberg ya había comenzado con sus dibujos, se acercó su colega uruguayo Manuel Rodríguez con una propuesta.

“Él venía investigando las técnicas de fresco y de cómo se pintaba. Yo cuando hice las marcas, iba pensando si tenía que pintar la pared de negro o si iban a ser sólo líneas. Entonces, él me dijo que quería hacer una mancha, me preguntó si me molestaba: claro que no, para mí era genial; empezamos a encimar, él me dijo que podía dibujar por arriba y yo seguí con mi proyecto”. El día que Cruces se abrió al público, esa pared -además de las líneas trazadas por la brasileña- tenía el fresco amarillo de Manuel Rodríguez. Todo eso sobre una superficie imperfecta: con marrones, azules, ladrillos a la vista. “Pasó algo buenísimo, que a mí siempre me gusta mucho, porque da esa lógica de arqueología urbana de los graffitis, que se pinta y se pinta por arriba”.

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